Hansel y Gretel

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La familia Grimm no era exactamente lo que podías llamar una familia funcional. Desde muy pequeños, Hansel y Gretel se vieron obligados a trabajar en la granja, cuidando animales y cultivando la tierra bajo los rayos del sol en pleno verano hasta que las manos sangraran. Si alguno de ellos se quejaba... Bueno, al próximo día el trabajo sería aún más duro y su espalda quemaría cada vez que la raída ropa les rozara la piel. Pero todos debían colaborar en la granja para sobrevivir, así que los niños aprendieron a cerrar la boca y bajar la cabeza.

Un invierno más complicado de lo habitual, cuando los niños se habían acostumbrado a irse a la cama con el estómago vacío y los pies congelados, unos hombres trajeados golpearon la puerta. Hicieron preguntas que los niños no podían responder con la verdad porque eran conscientes de las consecuencias que tendrían cuando los hombres se fueran.

—¿Cuántas veces al día comen? —preguntó uno de ellos con una grabadora y libreta en mano.

—Tres, señor.

—¿Tienen camas?

—Por supuesto, señor. Y un cuarto propio también.

—¿Por qué tienes esas marcas, niño?

—Me lastimé trepando un árbol, señor.

—¿A qué escuela van?

—A la del pueblo, señor.

Por supuesto, los hombres elegantes no se tragaron una palabra de lo que los pequeños dijeron. Siguieron viniendo, hicieron más preguntas y revisaron la casa hasta el último rincón. Cuando se iban, el señor y la señora Grimm discutían a gritos hasta muy entrada la noche. A veces la señora Grimm se iba a la cama llorando y con una marca en la mejilla; otras, el señor Grimm desquitaba su ira ciega con sus hijos y les dejaba moretones que no se iban en semanas.

Una mañana soleada luego de ordeñar a las vacas, el señor Grimm ordenó a Hansel y Gretel que hicieran sus maletas con todas sus pocas pertenencias.

—¿A dónde vamos, padre? —preguntó Gretel con curiosidad.

El señor Grimm le dio un sorbo a su lata de cerveza semivacía. Hansel contó tres vacías en el piso.

—Los señores se los llevarán a un hogar con más niños —el hombre arrastraba las palabras al hablar, pero eso ya era normal— y luego vivirán con otra familia.

Los hermanos se miraron, sorprendidos. No sabían cómo sentirse al respecto. ¿Vivir con otra familia? Debía de ser un sueño. ¿Esa otra familia tendría comida caliente y mantas? ¿Cuántas horas al día los harían trabajar? ¿Se abrazarían entre ellos, como Gretel una vez había visto a una mujer y su hijo en el pueblo?

Horas más tarde, los hombres elegantes pasaron a recogerlos. Ni el señor y la señora Grimm se despidieron de algún modo, solo los vieron marcharse parados en el marco de la destartalada casa.

Uno de los hombres empujó a los niños con delicadeza para que subieran al auto más lujoso en el que alguna vez habían estado. A lo largo del viaje, Hansel y Gretel se daban sonrisas cómplices, como leyéndose el pensamiento y los sueños llenos de colchones esponjosos y juguetes por todos lados. Estaban convencidos de que el nuevo lugar donde vivirían sería espectacular, y los hombres no hacían más que confirmárselos con cada palabra de ánimo que salía de sus charlatanas bocas.

Los hombres elegantes dejaron a los niños en una gran casa de tres plantas en el medio del pueblo. Había una inscripción por encima de la pesada puerta doble de madera oscura, pero ninguno de los dos sabía leer. Los recibió una anciana encorvada que debía apoyarse en un bastón de madera para mantener el equilibrio; tenía profundas arrugas en el rostro y unos pocos mechones de pelo blanco, pero su sonrisa cálida era hermosa a pesar de los años. Cuando los hombres se fueron, la señora se presentó como Helen, pero les dijo que podían llamarla "tía Helen", y les dio un fuerte abrazado a cada uno.

Princesas que no son princesasWhere stories live. Discover now