Capítulo 25. Deseos escondidos

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           "Duele saber que la felicidad puede existir pese a que te embargue la tristeza. Que los colores continuarán resplandeciendo aunque tu alma se sumerja en un claro oscuro universo. Deseas la felicidad, juras que su sonrisa bastará, que no importa tu oscuridad si del otro lado un arcoíris nace, subsiste y explota. Es mentira, porque duele, duele saber que sin ti todo puede continuar, que no eres necesaria para hacer brillar su mirada, que el sustento de su alegría no está en ti, que jamás necesitó de ti. Duele saber que alguna vez soñaste con ser el origen de la alegría, y que continúes esperando que sea así. Porque aunque todo continuó sin ti, aunque siempre se sostuvo así, quieres pertenecer allí, como aquella pieza que sobró pero que no importa, que alguna vez perteneció pero ya da igual. Y aun así sé que soy una pieza que no existe, jamás lo hizo, pero está y quiere ser. Quiero pertenecer aunque no pertenezca, quisiera hacer un agujero e introducirme allí a la fuerza, porque lo necesito. Necesito ser parte de ti, aunque no pueda".

Stephanie apartó la hoja y limpió sus lágrimas antes de respirar hondo y continuar. Esa mañana había despedido a un muy alegre James que iba a un partido de Polo. Él, su amo, estaba feliz y por ende ella también debería estarlo, pero no podía, por más que se repetía que era lo correcto y lo mejor, no podía dejar de sentirse miserable.

Su mejor amiga lo tendría todo, se casaría con un príncipe y volverían a estar juntas, pero eso ya no era importante. Stephanie no entendía en qué punto la felicidad de ella se antepuso a la ajena en su mente. Siempre pensó que deseando la felicidad del prójimo conseguiría su propia felicidad, pero eso fue hasta que la felicidad de su mejor amiga estaría sustentada en su propia miseria. Porque sin darse cuenta su corazón había soñado alto, dejó crecer un sentimiento que jamás debió nacer; una parte de ella quería creer que tenía el derecho a exigir, a soñar, pero otra parte sabía que era completamente irracional.

***

Ni James ni la mayoría de los caballeros del reino unido conocían muy bien en qué consistía el Polo, era un deporte que unos duques habían traído de Persia, así que James estaba emocionado por poder jugarlo por primera vez. Conocía un poco las reglas y esperaba tener un buen desenvolvimiento.

No le fue extraño visualizar a más de una dama en la estancia, tomando té, abanicándose, aunque no hacía precisamente calor, y claro, encontró a Elizabeth en una de las tantas mesas que rodeaba el gran patio, estaba hablando con un caballero en una situación que podía tomarse de escandalosa. El caballero estaba de espaldas a James, hincado hacia Elizabeth, como quién se cuenta confidencias. Con el ceño fruncido James se acercó con sigilo, esperando oír algo de la conversación, hasta que escuchó el nombre de aquel hombre.

—Edgard... creo que deberías buscar a tu equipo —sugirió Elizabeth desviando la mirada.

—Sé que...

—¡Su majestad! —gritó Elizabeth poniéndose de pie.

James asintió y terminó de acercarse topándose con la mirada de Edgard Conrad, una vez lo reconoció cambió su aptitud, claro que recordaba a Edgard y tenía buenos recuerdos de él.

—Su majestad que bueno verlo, ya estaba por pensar que se había arrepentido, y me dejaría plantada.

James no pasó por alto la sonrisa irónica de Edgard, ni el cómo se llevó las manos a la cabeza para alborotar su cabello, o ese suspiro que exhaló al final, como si buscara la compostura o serenidad dentro de él.

—Soy un caballero, jamás faltaría a mi palabra, a menos que la muerte me lo impida. Señor Conrad, un placer verlo de nuevo.

—Su majestad, no lo he visto como desde hace dos años, creo. Un honor contar con su compañía el día de hoy —dijo con una reverencia.

CupidoWhere stories live. Discover now