Aun entre los pensadores más sosegados, pocos hay que alguna vez no se hayan sorprendido al comprobar que creían a medias en lo sobrenatural —de manera vaga pero sobrecogedora—, basándose para ello en coincidencias de naturaleza tan asombrosa que, en cuanto meras coincidencias, el intelecto no ha alcanzado a aprehender. Tales sentimientos (ya que las creencias a medias de que hablo no logran la plena fuerza del pensamiento) nunca se borran del todo hasta que se los explica por la doctrina de las posibilidades. Ahora bien, este cálculo es puramente matemático en esencia, y así nos encontramos con la anomalía de que la ciencia más rígida y exacta se aplica a las sombras y vaguedades de la especulación más intangible.
Los extraordinarios detalles que me toca dar a conocer constituyen, por lo que se refiere al tiempo, la rama principal de una serie de coincidencias apenas comprensibles, cuya rama secundaria o final reconocerán todos los lectores en el reciente asesinato de Mary Cecilia Rogers, en Nueva York.
Cuando en un relato titulado «Los crímenes de la calle Morgue», publicado hace un año, traté de poner de manifiesto algunas notables características de la mentalidad de mi amigo, el chevalier C. Auguste Dupin, no se me ocurrió que volvería jamás a ocuparme del tema. Era mi intención describir esas características, y su objeto fue plenamente logrado dentro de la terrible serie de circunstancias que pusieron de manifiesto el modo de ser de Dupin. Podría haber aducido otros ejemplos, pero no hubieran resultado más probatorios. Los recientes sucesos, sin embargo, con su sorprendente desarrollo, me obligan a proporcionar nuevos detalles que tendrán la apariencia de una confesión forzada. Pero, luego de lo que he oído en estos últimos tiempos, sería verdaderamente extraño que guardara silencio sobre lo que vi y oí hace mucho.
Una vez resuelta la tragedia de la muerte de madame L'Espanaye y su hija, Dupin se despreocupó inmediatamente del asunto y recayó en sus viejos hábitos de melancólica ensoñación. Por mi parte, inclinado como soy a la abstracción, no dejé de acompañarlo en su humor; seguíamos ocupando las mismas habitaciones en el Faubourg Saint-Germain, y abandonamos toda preocupación por el futuro para sumergirnos plácidamente en el presente, reduciendo a sueños el mortecino mundo que nos rodeaba.
Estos sueños, sin embargo, solían interrumpirse. Fácilmente se imaginará que el papel desempeñado por mi amigo en el drama de la rue Morgue no había dejado de impresionar a la policía parisiense. El nombre de Dupin se había vuelto familiar a todos sus miembros. La sencilla naturaleza de aquellas inducciones por la cuales había desenredado el misterio no fue nunca explicado por Dupin a nadie, fuera de mí -ni siquiera al prefecto-, por lo cual no sorprenderá que su intervención se considerara poco menos que milagrosa, o que las aptitudes analíticas del chevalier le valieran fama de intuitivo. Su franqueza lo hubiera llevado a desengañar a todos los que creyeran esto último, pero su humor indolente lo alejaba de la reiteración de un tópico que había dejado de interesarle hacía mucho. Fue así como Dupin se convirtió en el blanco de las miradas de la policía, y en no pocos casos la prefectura trató de contratar sus servicios. Uno de los ejemplos más notables lo proporcionó el asesinato de una joven llamada Marie Rogêt.
El hecho ocurrió unos dos años después de las atrocidades de la rue Morgue. Marie, cuyo nombre y apellido llamarán inmediatamente la atención por su parecido con los de la infortunada vendedora de cigarros de Nueva York, era hija única de la viuda Estelle Rogêt. Su padre había muerto cuando Marie era muy pequeña, y desde entonces hasta unos dieciocho meses antes del asesinato que nos ocupa, madre e hija habían vivido juntas en la rue Pavee Saint André, donde la señora Rogêt, ayudada por la joven, dirigía una pensión. Las cosas siguieron así hasta que Marie cumplió veintidós años, y su gran belleza atrajo la atención de un perfumista que ocupaba uno de los negocios en la galería del Palais Royal, cuya clientela principal la constituían los peligrosos aventureros que infestaban la vecindad. Monsieur Le Blanc no ignoraba las ventajas de que la bella Marie atendiera la perfumería, y su generosa propuesta fue prontamente aceptada por la joven, aunque su madre no dejó de mostrar alguna vacilación.

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Cuentos de Edgar Allan Poe
ClassicsHistorias góticas llenas de misterio, de terror con una prosa magnífica que solo puede llevar el sello de Edgar Allan Poe. El gato muerto, Berenice o el corazón delator son solo alguno de los maravillosos relatos que podrás encontrar en la obra de u...