Emmanuel L. Cruz Corona

Cuando decides escribir por primera vez no te imaginas hasta qué grado será capaz de llegar esa necesidad momentánea -o que al menos así aparenta serlo-, por desahogar y expresar aquel mar de emociones que te embriagan y te mantienen a flote día con día. 
Es a través de esta simple liberación de lo que el alma de un escritor vive y siente que se conforma la poesía, lo que le da su propia alma y cuerpo para crear así a un nuevo ser, una extensión propia y ajena del autor; un nuevo lenguaje, uno completamente ajeno a las leyes y reglas de la comunicación, de la transmisión lineal e inequívoca del concepto, del mensaje y del objeto. Pues la poesía no solo ríe y llora, no solo ama y odia al fin por el cual fue creada en manos del poeta, sino que también es capaz de hablarle y de evocar en el lector, a través del recuerdo, a un tercero, a un ser completamente extraño a las líneas y al propósito de su creación, un extraño qué no está presente en cuerpo, pero si en remembranza y que ahora también será fin y destino de aquel poema.

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