El apagón había sumergido la ciudad entera en una oscuridad pegajosa y con ella, los peligros salieron. Yo, acurrucado tras el sofá con los restos de una vela y un cuchillo de mantequilla, escuchaba "eso". Un arrastre lento, rasposo, rondando el exterior de la casa, acompañado de un olor a podredumbre y hambre... El corazón me latía en la garganta. "Calma", me dije, "Ya has sobrevivido a esto antes, se irán cuando vean que no hay nadie...".
Los toques en la puerta se sentían como el llamado de la muerte, el himno de la perdición. Pero peor era quien lo causaba: Alta, encorvada, desproporcionada, con ojos como pozos blancos y dedos largos y huesudos. Sus ropajes rojos y raídos parecían bañados en la sangre de muchos de mis camaradas caídos.
La puerta principal se abrió con un chirrido lento, acompañada por una luz roja de muerte. Mis vellos se erizaron y un frío recorrió mi espalda al darme cuenta de que no la había cerrado correctamente. En el momento en el que los ojos de la criatura se fijaron en mí, dejé salir un grito ahogado apagando la vela por accidente. Una vez más, me sumergí en la oscuridad...
La horrenda criatura pareció sonreír por un momento, su silueta con ojos brillantes capaces de ver en la oscuridad, sus fauces hambrientas y babeantes, se abrieron lentamente y su voz salió, como una maldición.
"¿Amigo, va a votar por el Partido Socialista Unido de Venezuela? Le vamos a dar 5 dólares y una bolsita del CLAP, venga para que nos tomemos una foto". Sonrió la mujer, el policía que la acompañaba me miró amenazante.
Crónicas de un Venezolano. Volumen 4: Roja perdición.
