Soy un chico emocional hasta los huesos, de esos que caminan con más preguntas que respuestas, pero que aprendió a no temerle a las emociones, aunque a veces duelan más de lo que uno quisiera admitir. Escribo porque a veces hablar no basta, porque hay cosas que uno solo puede decir cuando está en silencio y frente a una hoja en blanco. No me considero un escritor profesional, ni uno perfecto... solo alguien que encontró en las palabras un hogar cuando el mundo se volvía ruido.

No crecí soñando con ser autor. Más bien, crecí sintiendo demasiado. Desde muy joven me di cuenta de que el amor no siempre se queda, que la ausencia pesa, que hay noches que parecen infinitas y pensamientos que se enredan hasta parecer laberintos. Y, aunque todo eso a veces me dolía, fue ahí donde la escritura me salvó. Cada vez que escribo, no lo hago solo por mí, sino también por quienes sienten igual pero no saben cómo decirlo. Porque a veces alguien necesita leer lo que uno escribe para sentir que no está solo, para entenderse, para no rendirse.

Soy de los que cree en lo profundo, en lo real. En los mensajes a la una de la mañana, en los recuerdos que duelen bonito, en las personas que marcan incluso después de irse. No me interesa fingir fuerza cuando lo que tengo es un corazón lleno de grietas que intento convertir en poesía, en reflexiones, en historias que nacen del alma. Para mí, escribir no es crear mundos perfectos, es ponerle nombre a lo que me atraviesa. Es la forma en que entiendo la vida, el amor, el dolor, la nostalgia... todo eso que a veces no tiene explicación. Mi estilo no busca ser florido, sin filtros. Porque no escribo para impresionar, escribo para sentir y para que sientas. No tengo todas las respuestas. A veces ni siquiera sé cómo seguir. Pero tengo esta certeza: mientras me queden palabras, seguiré escribiendo. Y si tú estás aquí leyendo esto, si alguna vez mis textos te dicen algo o te hacen sentir un poco más acompañado, entonces todo esto ya vale la pena.