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Durante las convulsas décadas de los sesenta y setenta, los golpes militares se erigieron como un fenómeno recurrente, una sombra ominosa que se extendía sobre diversas regiones, instaurando una era de inestabilidad y represión. No obstante, él no se ajustaba a la imagen arquetípica del general o coronel que, secundado por sus hermanos de armas, aspiraba a detentar el poder mediante la fuerza. Su existencia trascendía la ambición personal; era la encarnación del aparato corporativo militar, una estructura férrea e implacable que, al margen de los rostros que la componían, operaba con la precisión de una maquinaria diseñada para someter y perpetuar regímenes dictatoriales.

En semejante escenario, la deserción no era simplemente una transgresión, sino un sacrilegio contra la disciplina castrense, un ultraje castigado con la más severa de las penas: el fusilamiento. No había redención para quienes osaban quebrantar las normas impuestas por la tradición y el hierro. Sin embargo, Jeon Jungkook, con la determinación de quien desafía el propio destino, estaba dispuesto a contravenir las reglas inmutables del deber y el honor. Porque más allá del uniforme, del juramento y del miedo, se erguía una verdad irrevocable, un motivo capaz de despojarlo de todo, salvo de su propia esencia: Kim Taehyung.

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