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Agnes no camina, arrastra los pies por un mundo que percibe a través de un cristal empañado. A sus diecinueve años, es un arsenal de fracturas, la depresión, su compañera más fiel, tiñe sus días de gris plomo; sus temores son ecos amplificados en la caverna de su soledad, y sus traumas, cicatrices que latean bajo la piel. Para ella, la vida es un susurro lejano, un cuadro cuyos colores se han diluido en la memoria.
Hasta que Nate irrumpe.
Nate es todo lo que Agnes desprecia; ordinario, transparente, insignificante. Es la nota discordante en la sinfonía de su desdicha. Y por eso, lo odia. O eso cree ella. En su pecho, un vendaval de emociones contradictorias se desata cada vez que él cruza su mirada con la suya. Su presencia le parece una invasión y su sonrisa, una burla a su dolor.
Pero en el laberinto de su propio odio, Agnes descubre una verdad desgarradora; ese sentimiento feroz no es más que el disfraz torpe de un amor que le aterra. El odio y el amor son dos riberas del mismo río tumultuoso, y ella navega a la deriva entre ambas.
Poco a poco, como la luz que se filtra tenue pero persistente por la rendija de una puerta cerrada, Nate se revela. No con grandiosas declaraciones, sino con silencios que comprenden los suyos, con pequeños actos de una dulzura que calma sus tormentas internas. Él, que parecía tan insignificante, se convierte en su ancla en el océano de su caos, el refugio donde sus temores se aquietan.
¿Puede lo más frágil ser lo más fuerte? ¿Puede un amor silencioso sanar las grietas de un alma hecha añicos?.
Este libro es un canto a la ambivalencia del sentimiento humano, una exploración lírica y cruda de cómo el amor más puro puede nacer del suelo estéril de la desesperación. Es la historia de una chica que tuvo que desmoronarse por completo para aprender que, a veces, la devoción más dulce llega envuelta en la apariencia de lo que juraste odiar.